La habitación estaba a oscuras y con hedor a encierro y heces… sus propias heces. A pesar de la oscuridad tenía memorizados la cantidad
de pasos que daba su captor cuando le alcanzaba comida. Con seis pasos a la
izquierda debería encontrar algo así como
una cortina o tapa puerta que sonaba a junco o paja mojada y que producía un ruido seco, muy apagado, cuando él la
dejaba caer luego de haber pasado. Eso es bueno, pensó, no hay puerta ni
cerradura. Solo había distinguido una sola persona, el cuidador, al que
escuchaba resoplar dormido cuando el
aburrimiento descorría sus párpados con el correr de las horas largas y muertas
como el tiempo que llevaba cautivo. Cuánto haría que estaba
allí?. Ya no discriminaba entre día y
noche eran horas y horas sentado
acostado tumbado en una especie de catre a ras del piso con cartones y
trapos que olían a comida de animales.
Lo intentaría… no sabía si resultaría pero no aguantaba más
el cautiverio. Sintió sus muñecas sueltas, deshinchadas y pergeñó en su cerebro
la posibilidad de escapar. Quedarse y
morir sería lo mismo, haría cualquier
cosa antes de continuar con ese encierro.
Sentado en el suelo giró para alcanzar el cuenco del mejunje que le daban por comida, lo volcó
sobre sus manos y la grasa le sirvió de lubricante para, con un poco de
esfuerzo, deslizarlas por entre la soga que las amarraba tras la espalda.
Ya no sabía cuántos días habrían pasado desde que fue
golpeado y arrastrado hasta un auto, encapuchado y tirado en el piso del mismo,
rumbo a no sabe dónde. Por eso debía intentar algo, algo que quiebre esta
sensación de estar velando su propia muerte. Algo que rompiera esa monotonía
que hacia anidar en su cabeza el peor de los finales.
En la oscuridad completa a la que estaba sometido, el oído y
el olfato se agudizaron compensando el déficit visual. Afuera pocos ruidos de ciudad, solo un sonido
rítmico que aparecía cada tanto, pero regularmente… un tren, se aventuró a
pensar. El resto parecía más bien un descampado, con sonidos de pastizales
movidos por el viento e insectos nocturnos, de día, algunos pájaros y perros
completaban el espectro sonoro.
Sabía que correr
quizás no sería suficiente… pero no quedaba alternativa. La posibilidad de un
rescate era nula, su familia no poseía dinero.
Maldita la hora que aceptó el jueguito que le propuso su amigo de suplantarlo en la cita a ciegas con aquella mujer. Al saber que no era quien creían lo matarían sin miramientos.
Maldita la hora que aceptó el jueguito que le propuso su amigo de suplantarlo en la cita a ciegas con aquella mujer. Al saber que no era quien creían lo matarían sin miramientos.
La única salida sería escapar. Nadie sabía que estaba allí,
su familia, no notaría su ausencia, porque para ellos estaba de viaje. Solo quedaba correr y no volver la vista
atrás, soñando ser invisible e inaudible
y de tanto soñarlo y pensarlo… creerlo y lograrlo.
Llegó el momento, manos y piernas liberadas, se sacó la
capucha lentamente… aunque todo estaba oscuro se escuchaba los resoplidos de su
captor dormido. Aún sin ver recordó los seis pasos a la izquierda, lo hizo
estiró la mano y sintió en sus yemas la textura de junco de una cortina la
levantó con tanta mala suerte que parte de ella pegó en su guardián. Sin
intentar ver con el reflejo nocturno que entraba por la ventana echó a correr,
correr a más no poder, con todo su esfuerzo y aún hasta perder el aliento.
Debió sobreponerse al dolor de sus músculos que resistían
responder a la corrida por haber estado tumbado tanto tiempo, eterno tiempo…
Corrió y corrió sin mirar atrás. El revuelo de los ladridos
de unos perros a lo lejos le indicó la dirección a tomar para pedir refugio o
auxilio.
Correr, correr, para acabar con esa pesadilla, sabía que su
vida pendía de un hilo. Mientras lo
hacía pensaba si sería posible borrar de su mente el recuerdo de ese lugar, tan
sórdido, húmedo y oscuro. O aquellos momentos donde el dolor de los golpes
recibidos disputaba la premier con el hambre.
Corría y corría y en tanto corría
llevado por esos pensamientos, el sonido de un chasquido sordo seguido de una
explosión se coló en su mente y en fracciones de segundos lo alcanzó.
Mientras un líquido tibio descendía por su espalda cayó de rodillas y luego de bruces al suelo,
un silencio de muerte cortó la noche y fue un olor a hierba el que bañó su
último pensamiento… “pendiendo de un hilo hasta llegar al horizonte o morir en
el intento”.
Nancy Nasr
27/01/2018.-
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