La habitación estaba a oscuras y con hedor a encierro y heces… sus propias heces. A pesar de la oscuridad tenía memorizados la cantidad
de pasos que daba su captor cuando le alcanzaba comida. Con seis pasos a la
izquierda debería encontrar algo así como
una cortina o tapa puerta que sonaba a junco o paja mojada y que producía un ruido seco, muy apagado, cuando él la
dejaba caer luego de haber pasado. Eso es bueno, pensó, no hay puerta ni
cerradura. Solo había distinguido una sola persona, el cuidador, al que
escuchaba resoplar dormido cuando el
aburrimiento descorría sus párpados con el correr de las horas largas y muertas
como el tiempo que llevaba cautivo. Cuánto haría que estaba
allí?. Ya no discriminaba entre día y
noche eran horas y horas sentado
acostado tumbado en una especie de catre a ras del piso con cartones y
trapos que olían a comida de animales.
Lo intentaría… no sabía si resultaría pero no aguantaba más
el cautiverio. Sintió sus muñecas sueltas, deshinchadas y pergeñó en su cerebro
la posibilidad de escapar. Quedarse y
morir sería lo mismo, haría cualquier
cosa antes de continuar con ese encierro.
Sentado en el suelo giró para alcanzar el cuenco del mejunje que le daban por comida, lo volcó
sobre sus manos y la grasa le sirvió de lubricante para, con un poco de
esfuerzo, deslizarlas por entre la soga que las amarraba tras la espalda.
Ya no sabía cuántos días habrían pasado desde que fue
golpeado y arrastrado hasta un auto, encapuchado y tirado en el piso del mismo,
rumbo a no sabe dónde. Por eso debía intentar algo, algo que quiebre esta
sensación de estar velando su propia muerte. Algo que rompiera esa monotonía
que hacia anidar en su cabeza el peor de los finales.